Monday, May 29, 2006

SÓLO SALGO CON TIPOS TATUADOS


J. y yo bajábamos Velarde en dirección al sitio en el que nos tomamos gin tonics, cervezas y copas, los jueves, los viernes y los sábados. Estaba animado, desatado, emocionado, excitado, tenía un subidón muy tonto. Gritaba cosas sin sentido a decibelios de felicidad por la calle. Yo le miraba extrañada y un poco avergonzada, tenía ganas de fugarme con Topor a las Seichéls y dejarle allí sólo. Lo cierto es que había estado muy tranquilo esa noche, hasta que momentos antes le había llegado un mensaje al móvil. Y no dijo de quién era.

Al entrar en ese sitio, J. buscaba con nerviosismo a alguien que desde luego no eran nuestros amigos, porque allí estaban Anntona, Glotonna, Argentonna, Latruculenta, Gabrielita y Tery, y pasó de largo. Se dirigió hacia el billar corrriendo, parecía que había encontrado a quien buscaba.

Se abalanzó violentamente contra el ChicoTatuado apartando de su lado a la MuñecÅSuecÅ, y terminaron enredados en el suelo ante la mirada atenta de todo el mundo. Menudo numerito gayer estaban montando.

El ChicoTatuado toca la batería en una banda anglo-egipcia disfrazado de primate, y entró en escena cuando hace más de un año Los Punsetes y su grupo tocaron juntos convocando a cierta cantidad importante de gente: psicólogos, actores e incluso caballeros templarios. El ChicoTatuado tiene cierto humor gráfico y cierto toque yanki en su aspecto físico. Siempre me pareció un tipo con ventrículos insípidos, palabras medidas y miradas hirientes y desdénicas, hasta que un día J. me hizo ver que en el fondo la aguja tatuadora le hace cosquillas. No lo sé, no lo sé, sólo sé que las últimas veces que nos habíamos visto, su saludo se limitó a un retorcimiento general de cara, sobre todo de ceja subida, boca entreabierta con gesto de desagrado, mezcla de ´I hate you´ y ´Here I am´, que me hace presentir que sólo está siendo cordial, no sé por qué, aunque después de eso sus palabras hacia mí sean: “Te voy a dar un par de hostias…”.

Cuando consiguieron recomponerse y se pusieron en pie, J. y el ChicoTatuado iniciaron su ritual habitual consistente en la retahíla de delicados abrazos, arrumacos, caricias en la cara, manitas y miraditas acarameladas…ya sabes, ese comportamiento empalagoso y asquerosamente dulzón propio de los enamorados. Se miraban con ojitos mientras se contaban qué tal la semana, cariño, qué tal el día, amor…

De repente me dio calor y me quité la chaqueta, quedándome con una camiseta que me había hecho momentos antes, en la que ponía: “Sólo salgo con tipos tatuados”. Nunca he tenido un novio tatuado, pero siempre me han atraído los macarras cachas, con cuantos más pendientes y dibujitos por el cuerpo, mejor; y si tienen aspecto de guiri o de haber vivido fuera, mejor; y si escuchan metal y tienen la barba y el pelo largo, mejor.

Nuestros amigos me miraron preocupados porque el mensaje de mi camiseta parecía estar perdiendo gracia. Las muestras de amor de los dos machos heterosexuales, sementales parecía estar pasando de castaño oscuro, digamos que de repente estaban amarrados sin soltarse, uno al otro, coast to coast, con los ojos cerrados y con cara de abstracción, acariciándose el pelo y perdiendo consciencia de lo que había a su alrededor, como si sintieran estar solos en ese lugar en el que todo el mundo les conoce, como si estuvieran en 1º BUP bailando un lento con la chica que les gusta en la discoteca Navy, como si no les importara ultrajar su fama de fuckers , girando su apariencia de gigolas a gayers. ¿Qué era esto…? De repente era J. quien sólo salía con tipos tatuados.

Minutos después se separaron para susurrarse cosas al oído y reírse un poco, y cogidos de la manita, nos dijeron a todos: “Venga chavales, nos vamos al Copper, hasta otro día”. Y salieron de allí dejándonos tan descolocados, que nadie se atrevió a decir nada.

Thursday, May 18, 2006

BARBADO


En aquella época en la que empezábamos a estudiar en la Complutense, en los meses de octubre y noviembre, empezamos a quedar los jueves para tomar algo los que más nos conocíamos de clase. Como éramos ciento cincuenta personas, yo no tenía controlado a todo el mundo, así que aquel día que vi a Barbado en el bar de la bolera donde nos reuníamos habitualmente y acompañada de mi hermano Fran, se me pusieron los ojos como platos.

Cuando llegué era tarde, y mis compañeros estaban sentados y muy acomodados en una mesa grande, bebiendo cerveza, fumando y charlando sobre los dieciocho años anteriores a entrar en la Facultad. De fondo había una pareja de atrevidos, Samuel y Kike, que se estaban echando una partida de bolos.

Saludé y miré a ver quién había. Me detuve en Barbado. Estaba teniendo una conversación con Lazlo Kováks, que estaba sentado enfrente de ella. Con tanto ruido en aquel bar casi no se notaba que la charla empezaba a ser discusión. A Barbado se le ponía cara de “Pero qué dices, chaval” y Lazlo se empezaba a poner rojo de semi-rabia. Me gustó esa chica. De repente me pareció que estaba a años luz de todas nosotras. Creo que el tema del desacuerdo era Alfonso Ussía; a Lazlo le parecía un redicho y Barbado dijo que no. Al lado de ella estaba sentado Wladimiro Preminger, que les miraba sin mucho entusiasmo y de vez en cuando se ajustaba las gafas con el dedo medio. A su otro lado, mi hermano Fran… Todavía hoy no sé qué hacía ella con él, cada vez que se lo pregunto, primero suspira intentando contener la carcajada, pero al final se ríe y no suelta prenda.

Fran es el mayor de mis hermanos, este año cumple cuarenta y dos. Habla muy poco, estudió Químicas y odia la literatura y el cine. Los fines de semana se dedica a sus animales; tiene como catorce perros, siete gatos, pájaros, cobayas, gallinas, cerdos, de todo. Vive en un chalet bastante grande en Algete, solo y alejado del ruido de la ciudad. Cuando se jubile le gustaría comprarse una casa en la sierra profunda de Madrid y dedicarse a la cría. Para mi hermano no es agradable que vaya a verle. A mi los animales no me gustan nada y siempre le pido que los ate, así que él me recibe con recelo porque sus bichos no son libres en mi presencia.

En seguida pregunté si Barbado era de clase. Gabrielita me contó que se sentaba al final y que por eso seguramente no la había visto nunca. También me enteré de que había viajado al norte para ver a Pearl Jam, que le molaba Beck y lo más interesante: que debía su nombre a la isla en la que nació y se crió, aunque le faltaba una “s” al final, un misterio. Después le pregunté por el viejo que estaba sentado a su lado, refiriéndome a mi hermano. “Creo que es su novio, ha venido con ella, pero no es de clase”. Ha! Muy bueno, mi hermano tenía novia y encima era una tía que molaba!.

Fran tardó bastante en darse cuenta de que yo estaba ahí, pero cuando me vio se sobresaltó y vino a preguntarme qué hacía yo ahí, cuando en realidad era él el elemento ajeno al grupo, me soltó una bordería en su línea: “Yo qué sé, me ha dicho Barbado que si quedábamos con los de su clase de imagen de la Complutense, pero me voy a largar de aquí, sois todos unos ninnatoss!!”. Si, mi hermano aún no sabía la carrera que estaba estudiando porque como nunca hablábamos, no se había enterado. Cuando fui a preguntarle que si Barbado era su novia, me lanzó una mirada punzante y salió de allí a zancadas. Ella ni se inmutó, seguía hablando con Lazlo, pero esta vez la conversación se había calmado.

Pasó mucho tiempo hasta que Barbado y yo empezamos a hablar de más cosas que no fueran los apuntes, los profesores y los exámenes. A mi esa chica me tenía hipnotizada, no sé si por sus labios rojos a las nueve de la mañana, sus gafas hexagonales con el cristal roto por la mitad, sus zapatillas blancas cuarteadas y destrozadas, su pelo canoso que un día se tiñó de verde oscuro, su camiseta de lamé transparente con bikini debajo, sus zapatos de tapicería, su blancura a pesar de haber vivido en Barbados muchos años, su silueta, no lo sé, pero cuando decidí cambiar los medios por la moda, ella se convirtió automáticamente en mi musa y un día le hice un traje de gasa de color humo con plumas y perlas. Se portó taaan bien. Un día también hizo una colaboración con Los Punsetes que está grabada. Lo hizo muuuy bien.

Barbado tiene un sentido del humor muy serio y en su sitio, por eso cuando me contó aquello, no supe si creérmelo. Un día en la cafetería nos quedamos a solas después de clase, todo el mundo se había ido a casa a comer y a nosotras no nos apetecía movernos. Me dijo, poniéndome una mano en el hombro: “Sé que lo de mi nombre te tiene intrigada. En el colegio estudié francés, por eso entiendo muchas de las cosas que según tú, me hacen diferente al resto; si quieres saberlo, me llamo Barbado porque tengo los huesos hechos de barba, Barba-do (hueso en francés)”. Se acercó y me dijo al oído que como le contara esto a alguien me cortaba el cuello. Después se marchó, silbando un hit de Battiato, con una estela gris detrás.

Thursday, May 11, 2006

NO ES HIPOCONDRIA

Los médicos no confían en mi cuerpo ni en su crecimiento. Cuando tenía siete años descubrieron a un amigo que me acompaña hasta hoy: la reacción alérgica de mi cuerpo a la histamina.

La histamina liberada ante la entrada de antígenos produce vasodilatación y broncoconstricción que pueden acarrear la muerte del individuo por hipotensión e insuficiencia respiratoria. A estos fenómenos se les conoce como reacciones anafilácticas o anafilotóxicas, y son las responsables de la rinitis alérgica, el asma y las reacciones alérgicas frente a, por ejemplo, penicilina o pólenes.

Ayer hice visita a mi alergólogo. Es un tipo enérgico, con muy buen humor, que me explica las cosas en plan paternalista y con palabras muy clara y simples, porque como soy una mujer, no me entero. Me cuenta lo que me ocurre, por qué me ocurre y qué efectos hacen las medicinas que me manda. Es fenómeno.

Por la mañana hablé con el doctor por teléfono. Sufría los típicos síntomas de alergia agravados por una severa afonía que me impedía casi expresarme, así que me citó para la tarde.

Cuando llegué a la consulta, en la sala de espera había dos hermanas gemelas pelirrojas cuchicheando sobre no sé qué, tenían pinta de ser bastante cotillas, cuando me vieron pasar se callaron y no volvieron a hablar. Me senté enfrente de ellas. Sólo se dirigían miraditas, se propinaban algún que otro codazo, y sobre todo me rehuían la mirada. Parecían preocupadas, o parecían conocerme, pero eso no lo sé porque en seguida me hicieron pasar a la consulta. Cuando iba a entrar me di la vuelta porque noté que reiniciaban su charla-crítica contra mí. Mi mirada fue fugaz pero devastadora, y volvieron al silencio.

Después de los cordiales saludos protocolarios, abrí la boca como siempre, para que el doctor me explorara la garganta… y su expresión cambió radicalmente. Su eterna sonrisa despareció y frunció el ceño. Me hizo cerrar la boca y me acarició la cabeza. Salió de allí dejándome sola unos minutos.

Él y otro médico me sacaron de esa sala. Además de la bata, se habían puesto mascarillas, gorros y guantes. Las gemelas pelirrojas se volvieron descaradamente para mirarme y pusieron cara de acojone, pero siguieron comentando en voz baja. Los médicos me metieron directamente en un quirófano. …estaba repleto de máquinas (aquello parecía un disco de Kraftwerk). Había cinco médicos más allí. Me eché atrás: “Qué me pasa?” le dije al doctor, “Tranquila, sólo queremos comprobar unas cosas, túmbate, por favor”.

Caí redonda, no me apetecía ver qué hacían conmigo así que me desmayé aposta o me hice la dormida, no lo recuerdo. El caso es que cuando desperté, estaba tumbada en la camilla del quirófano al que me negaba a entrar una hora antes, con una bata blanca, rodeada de médicos que no paraban de trabajar, cables y luces. Me ayudaron a incorporarme y dos enfermeras gemelas pelirrojas que se parecían mucho a las de la sala de espera –yo diría que eran ellas-, me ayudaron a vestirme y me llevaron a la consulta donde la expresión del alergólogo cambió.

Le esperaba sentada e impaciente. Llegó y se sentó en su mesa enfrente de mí, tomó un papel y empezó a escribir una receta larguísima (un folio por las dos caras relleno de medicamentos desconocidos por mí). No me miró ni un solo momento hasta que terminó. Levantó la vista, y sin recuperar la eterna sonrisa que perdió al explorarme la garganta, empezó a contarme cosas asombrosas que parecían alojarse en un espacio tan reducido como era mi aparato respiratorio. Me habló de antihistamínicos, absorción sistémica, broncoespasmo, afecciones micóticas, beta-bloqueantes, digitálicos, el principio activo budesónida de los glucocorticoides, epistaxis, loratadina, pseudoefedrina… básicamente qué me estaba contando… nunca me había hablado así este médico que me conocía desde pequeña. Intenté poner cara de extrañeza, de falta de comprensión, para que me preguntara si estaba entendiendo lo que me decía, pero el doctor no pareció captarlo.

Cuando terminó su discurso sobre sustancias químicas sintéticobioreactivas, le pregunté: “Y el cante?”. Claro, yo sobre todo estaba preocupada por si la afonía iba a ser definitiva o reiterada y me iba a impedir entregarme a mi público. “Si cantas ópera, yo en tu lugar empezaba a pensar en dejarlo… simplemente toma los medicamentos que te he mandado en la receta, y en un mes estarás bien”.

No me atreví a rechistar, ni a hacer una sola pregunta sobre lo que había sucedido en el quirófano, ni siquiera por qué había utilizado esos tecnicismos conmigo, cuando sabe perfectamente que soy una mujer y no me entero.

Al salir, la sala de espera estaba vacía, las gemelas pelirrojas no estaban, pero las vi detrás de un biombo quitándose el uniforme de enfermera. De nuevo se callaron, me miraron inquisitoriamente y yo sólo pude salir corriendo con la receta en la mano, asustada de ese lugar.