Friday, April 20, 2007

CATATONIA TRANSITORIA


A veces dicen de mí que esta niña no se entera de nada, que me cuentan algo y que yo no debo poner la suficiente atención porque después me quejo de que no me cuentan las cosas. Todo tiene una explicación.

Recuerdo esa macabra tarde de miércoles festivo. Yo tenía cinco años y me gustaba ir al colegio, así que andaba desorientada, vagaba por la casa, arrastrando los pies y deseando que llegara el jueves para reencontrarme con mis compañeros. Tenía la sensación constante de que me iba a desmayar, me pesaban las piernas y me encontraba muy cansada, se me cerraban los ojos, las manos comenzaban a pesarme, se me hincharon hasta que se durmieron, pero yo seguía dando vueltas por la casa guiada por cierto automatismo.

Tengo muy clara en mi mente la imagen de mi madre aquel día. Entré en el baño y me miró con extrañeza. Estaba agachada y recostada sobre el suelo y repartía enérgicamente blanco de España a las juntas de los azulejos del suelo. Me dijo con orgullo que ya tenía hechas las paredes. A mi los dibujos de los azulejos del baño me mareaban por sus colores, por sus formas, por la proximidad de uno con otro…el ambiente decorativo del baño me enajenaba en cierto modo; ya había experimentado esa sensación más de una vez al entrar, pero aquel día fue mucho más intenso. Sentí un rechazo ineludible hacia aquel espacio, y mientras observaba a mi madre, concentrada en su labor, la sentí alejada y comencé a escuchar su voz narrando la historia de los azulejos, una historia que había escuchado más de una vez, y que se conservaba nítida en mi memoria. Mi madre contaba que cuando se fue de luna de miel con mi padre a Lisboa, se quedó enamorada de los azulejos de los exteriores de las casas, así que decidió encargarlos allí para poner así uno de los baños de la casa.

Al verme tanto tiempo de pie delante de ella sin moverme, mi madre levantó la cabeza y me miró con extrañeza, “Niña, qué te pasa?¿Y esas ojeras?” se levantó deprisa, y paseó el dedo índice por delante de mis ojos pero yo me había quedado con la mirada fija y no era capaz de seguirlo. Me agarró por los hombros, me sacudió y exclamó todas las posibles cosas raras que me pasaban, como que me había quedado rígida y que no podía moverme. Salió corriendo por el pasillo, gritando el nombre de mi padre. Reunieron a una ambulancia y me llevaron al hospital.

Después de aquello, encontrar la razón de aquella reacción de mi cuerpo y mente fue imposible y me diagnosticaron catatonia transitoria. Yo juro que mi único pensamiento aquel día, era que llegara el jueves para volver al colegio, no estaba deprimida ni me pasaba nada.

Antes de cumplir seis años me había sometido a hipnosis y psicoanálisis, todo para evitar tomar una medicación de por vida, pero fue inútil, al final el psiquiatra, un hombre amable de aspecto pulcro, que olía a jabón y que me miraba con pena paternal, me recetó unas pastillas jaspeadas de colores que evitan este tipo de ataques y que me hacen mantener la concentración lo más posible, aunque normalmente me cuesta, especialmente si olvido tomármelas.

En mi casa el baño tiene azulejos lisos, azul, blanco, azul, blanco, y aún no ha dado tiempo a que las juntas se ennegrezcan, así que no he experimentado la sensación de aplicarles el blanco de España.