Wednesday, February 14, 2007

LUIS Y SU TOUAREG

Salí del coche sin decirle nada más. Me estaba utilizando una vez más yo lo sabía, pero tenía la extraña sensación de que no debía delatarle. Parecía que lo mejor era hacer como que él se creyera que yo me estaba tomando aquello tan en serio como él.

Y no era una cuestión de sinceridad, ni de honestidad ni de moral, era que yo ya pasaba de todo, no quería seguir hablando del tema y prefería que él siguiera en su mundo particular que, desde luego, no es el mío.

Se había traído el coche de Londres. Se había comprado un flamante Volkswagen Touareg con el volante en la derecha, y había venido conduciendo desde allí. Odio los todo terrenos, especialmente si son para circular por la ciudad; son mamotretos innecesarios que restan visibilidad a los vehículos de detrás. Generalmente, las personas que tienen este tipo de coches son bastante torpes y sólo los tienen para fardar, como mi hermano Luis. A este largo viaje, y a la adquisición de ese trasto, se debía seguramente su desubicación, su pérdida de sentido, su afán por hablarme de cosas que yo sé que no son así.

Aquella situación era parecida a como cuando Madonna sale de la cárcel en Who´s that girl, y se mete en una tienda de cintas con Griffin Dunne a comprar como una loca, porque le ha dicho a su madre que estos dos años ha estado de compras. Me hubiera gustado ver la cara de incredulidad de su madre (que no sale en la peli), seguramente se parecía a la mía.

Como era de esperar, después de pasar un mal rato y vomitar en Londres, (La insistencia de Luis, 29 enero 2007), la actuación más patética de mi hermano Luis fue la mañana después del incidente. Yo estaba en el aeropuerto a punto de volver a España y escuché a alguien vociferar mi nombre cuando me estaba quitando las botas en el detector de metales, que para variar había pitado. ALGUIEN con el pelo rubio, una sonrisa que lejos de relajada era más bien de “por favor, no te enfades que lo estoy intentando arreglar”, y una mano que agitaba enérgicamente un ramo de rosas amarillas y rosas. Repetía: “¡¡Espero que no esté todo perdido, sabes que te quiero y que nunca quise hacerte daño!!”. A la vez que los pétalos salían despedidos de las flores, la gente se daba la vuelta y nos miraba, a él, a mí, a él, a mí, y ALGUIEN dijo que le diera una oportunidad, que el chico parecía desesperado. Pensaron que era mi novio, hasta ahí puede llegar la desviación psicológica que sufre este pobre hermano mío. Agaché la cabeza, me puse las botas y salí danzando, no me gustan los numeritos.

Lógicamente, las dos siguientes semanas recibí una media de trece llamadas diarias de Luis. Pero esta vez, en un arranque fraternal de esos que no ha tenido nunca, se me plantó en la puerta de casa con su Touareg y con ganas, según él, de arreglar las cosas. El problema de Luis es que jamás ha mostrado interés por conocer las cosas que me gustan. Como no habla conmigo ni de música, ni de chicos, ni del trabajo, ni de mis amigos, ni de mi grupo, ni de dónde voy cuando salgo, ni de si me interesa la pintura, la geografía o las ciencias del mar, no sabe por ejemplo, que a mi Blondie no me gusta. Se debió pensar esa noche (Mi dispiace Parigi, 2 marzo 2006), que por llevar una chaqueta escocesa y un mechón blanco, me gusta ese grupo, pues no. Y como no se enteró del episodio perrofláutico de Los Punsetes (No tienes novia, 8 enero 2007), tampoco sabe que todo lo que tenga que ver con el circo me produce urticaria. Y ahora venía llamando a mi puerta, haciéndome creer que somos amigos y que puedo contar con él, cuando me lleva a cenar a un antro de pollo refrito con aceite de colza por lo menos, y a la semana siguiente se compra ese bólido, cuando hace diez años que vive en Londres y no me llamó hasta el día en que metió la pata en serio.

No le hice subir a casa porque sentía a mi hermano Luis como un extraño, simplemente me metí en su coche, que estaba aparcado enfrente de mi casa y escuché todo lo que me quiso contar, lo de su novia japonesa.

Lleva saliendo seis años con ella y mis padres no saben nada. Es más, no quiere presentársela porque le da un poco de vergüenza, o porque no sabe si la van a aceptar. Pobre Atsuko, en menudos brazos ha ido a caer. Luis me estaba contando todo aquello con un único fin, como dicta su modo de obrar: él hace siempre las cosas a cambio de algo, que en este caso era pedirme consejo porque está mal y no sabe si dejarla. En ningún momento me preguntó qué tal mi estómago después de los vómitos.

Al no darme datos claros sobre su relación, no me enteré mucho de qué iba todo aquello. Luis tiene una especial dificultad para expresarse, las ideas se le amontonan en el cerebro y las palabras le llenan la boca y después es incapaz de decir las cosas con cierto orden.

De repente sentí una pena enorme de que esa buena chica, estuviera tirando su vida por la borda de una forma tan descarada. Pensé que si mi hermano la dejaba, se quedaría destrozada porque seguro que adoraba al estúpido de mi hermano. Y le dije que la dejara.


Friday, February 09, 2007

ANTIFAZ


Había una vez una chica contorsionista. Tenía los globos oculares de color cereza porque su madre era vidente. Su padre era mimo y de él heredó esa expresión única e inamovible en la cara. Siempre tenía un gesto incomprensible porque no reflejaba lo que estaba pensando. Era como una mueca de alegría mas melancolía. Era un esbozo de frivolidad cálida. Quienes le miraban a la cara sentían pena.

La chica contorsionista se ponía la chaqueta de tres mangas y colores de mago todas las mañanas para ir a la playa. Construía castillos inmensos de arena. Lo hacía muy bien porque provenía de una familia de artistas, pero su sueño era trabajar en un banco, sentada y quieta delante de un ordenador. Así sus huesos y músculos dejarían de sufrir. Se estaban deformando con el contorsionismo y a veces tenía ganas de llorar o quedarse en la playa.

Cuando se sentía triste y no tenía ganas ni siquiera de amontonar arena en la playa, se ponía su antifaz y unos tapones para los oídos de color amarillo y se echaba a dormir en su cama redonda con el camisón de encaje negro puesto.

Cuando se sentía feliz y tenía ganas de actuar en el circo, se maquillaba la cara de fucsia y verde menta, se ponía su traje de lycra con brillos, se colocaba plumas azules y cintas de satén y se peinaba el pelo tirante con purpurina. Y no dejaban de aplaudirle porque sus números eran espléndidos.

Pero le dolía el cuerpo.

Y un día descubrió algo nuevo que no era ni la playa ni el circo. Había nevado y volvía de dar un paseo con su traje de terciopelo rojo. Desde el helicóptero la gente contó que veía un paisaje blanco tocado por las pisadas de una figura ensangrentada deslizándose desesperada por la nieve para llegar a algún lugar donde estuviera a salvo. La chica contorsionista se topó con un sillón rojo. Se sentó en él y de repente se sintió cómoda. Los dolores desaparecieron. Quiso llevárselo pero no pudo cargar con él, así que todas las mañanas antes de ir a la playa, volvía al peñón del sillón sanador.

Ella pensó que su amigo siempre estaría allí, pero un buen día desapareció. Simplemente llegó y no estaba allí, alguien se lo había llevado. La chica contorsionista, ladeó la cabeza y de sus ojos oscuros cayeron lágrimas de color sangre.

Sacó el antifaz de su bolsillo, se tapó la vista para siempre y se marchó de allí.

Thursday, February 01, 2007

AY CAMPANERA


Él está allí siempre puntual, pensativo y observante, sentado con las piernas cruzadas, mirando hacia otro lado y sujetando el eterno cigarro que le da un aire más absorto de lo que ya tiene. Aunque esa abstracción suele esconder pensamientos crueles sobre el que tiene sentado enfrente: “Pero…¿qué son esas Reebok infames y esa camisa de cuadritos?”.

El batería de Los Punsetes sólo bebe cerveza Kronemberg, sólo se sienta en sofá unipersonal, y sólo utiliza el dedo índice para ajustarse las gafas, especialmente cuando quiere defender alguna teoría. Alguien dijo alguna vez de él que era el elemento en la sombra del grupo, pero que su forma de estar ahí tiene relevancia. Algo así era.

Es un tipo alto y delgado, amante de los pantalones agujereados, camisetas adolescentes, los colores oscuros e indescriptibles (¿barro, militar, gris rata?), sus jerseys, por el contrario, suelen tener colores encendidos y dibujos más definidos, como rayas, pero los lleva ocho tallas mayor. De joven tenía el pelo largo porque le gustaba el metal, el death y todo eso que hacen algunos grupos de melenudos vomitadores con pantalón corto de baloncesto y ningún interés por la estética. Ahora lleva el pelo corto y cuando le empieza a molestar, especialmente cuando llega la primavera, se afeita la cabeza tipo bola de billar. Ha cambiado la vociferación por la tranquilidad de Leonard Cohen y el encanto de Nicolás Cueva y las Malas Semillas, pero dentro de su cosecha personal se encuentran frases pertenecientes a la copla española, me refiero a Joselito y a Carmen de Mairena.

Para él, la gente no dice tonterías, dice chuminadas; considera la preocupación excesiva por temas sin importancia un comportamiento pueril, y no soporta que alguien se le cruce con algo que no está de acuerdo, le rebate con sus argumentos y cuando convence al otro, empieza a gritar con cara de loco: “¡¡¡Hachazo, hachazo, hachazo…!!!”. Hay veces que está tan seguro de que las cosas son como él dice, que da miedo llevarle la contraria.

Wladimiro Preminger normalmente no demuestra afecto ni hacia mi, ni hacia los componentes de su grupo, la única vez que le he visto conmovido es cuando habla de su perro Otto, se le pone un brillo melancólico en los ojos, que me hace convencerme de que su fiel compañero jamás me haría daño (y a mi lo primero que se me viene a la cabeza cuando pienso en “perro”, es “mordisco”).

Recuerdo la primera vez que hablé con él más detenidamente. Estaba aún en la Facultad, pero en el último curso. Me presentaba a un examen de recuperación que más me valía aprobar porque el 95% de los suspensos de esta profesora eran mujeres; tenía una especie de trauma con las alumnas y por eso se permitía fulminarnos con la mirada en clase, se creía la reina de Saba, pero tan sólo tenía un aire a Karina.

Me senté aparte de la gente con mis nervios y mi repaso de última hora, a escribirme la chuleta en la mesa, cosa que no hería mi moral aunque estuviera mal, porque todo el mundo lo hacía. Como le sonaba mi cara porque había un profesor que me preguntaba sieeempre, Wladimiro se me acercó y empezó a preguntarme qué tal lo llevaba. Después de hablar cinco minutos con él sobre ratios de liquidez y tonterías del campo de la Economía con este chico que lo llevaba mucho mejor preparado que yo, decidí parar la conversación. Me estaba poniendo del nervio porque parecía que estaba reafirmando su saber con mi aparente ignorancia, y yo por ahí, no. Le miré de reojo y mal, fruncí el ceño, y pasé por delante de él para sentarme lejos de su soniquete inquietante. En serio, estaba muy nerviosa. En esos momentos entró la profesora en el aula.

Me pasé todo el examen con la mente en la conversación con ese chico, que en el fondo había venido con muy buena intención a preguntarme qué tal lo llevaba, y que seguramente no había pretendido molestarme, sólo era sólo yo, que estaba irritable porque odiaba la asignatura y el estudio me había resultado arduo. Como me di cuenta de que no iba a poder concentrarme, me levanté hacia su sitio, que estaba en la otra punta, y poniéndole la mano en la espalda, en voz baja le pedí “Perdón por lo de antes”. Me miró extrañadísimo, y la profesora también, así que nos echó a los dos de clase.

Este incidente dio como resultado una charlita de a tres con la reina de Saba en su despacho, en la que nos preguntó por nuestro parentesco, nuestras originales tácticas para soplar y copiar, nuestra intención de aprobar la asignatura y de conseguir un Título Universitario…nos dio a entender muy sutilmente que para ella éramos unos mediocres que jamás conseguiríamos nada.

Al terminar la charla, Wladimiro se largó deprisa y enfurecido, no quiso escuchar mis disculpas (de nuevo) y no volví a verle. Hasta que un día Topor empezó a formar Los Punsetes y me presentó al que iba a ser el batería. Los dos estábamos licenciados ya y ninguno habló del tema, pero noto que ese resquemor sigue ahí, por eso creo que le caigo mal.

Como consecuencia de mi impotencia ante tal injusticia, esperé a que la reina de Saba abandonara su despacho, y con un punzón grabé en su puerta de plexiglás: “Karina puta”.