Wednesday, October 31, 2007

NIGHTLIFE


El sábado me paré delante del escaparate de una tienda de deportes en busca de algo. El noventa por ciento del calzado deportivo que se vende es para lucirse. El noventa por ciento de la gente que se compra calzado deportivo no hace deporte. Menuda gilipollez.

Yo en cambio buscaba unas zapatillas para correr. Me daba igual si tenían diseño o no, me valía con que no fueran demasiado caras. Después de varios años de anquilosada inactividad, decidí mover los músculos y recuperar la gracilidad deportiva que me caracterizaba de joven. De hecho cuando estaba en el colegio, Educación Física era la única asignatura que estaba segura de aprobar cada evaluación, porque era algo que no me costaba en absoluto y que me resultaba tan agradable como el recreo. Bueno, de Matemáticas puedo decir lo mismo.

Al fin me hice con un mediocre a la vez que aerodinámico modelo de Nike que tampoco resultó ser demasiado barato, y el lunes de esta semana empecé mi tarea de desentumecimiento. Mi reto consistía en, tres veces por semana, levantarme media hora antes y empezar el día corriendo, con una buena carga de energía…

Vive Dios que esta semana he cumplido el plan, por duro que parezca, porque el hecho de haberme gastado ciento ochenta euros en unas zapatillas es incentivo suficiente para portarme bien. Había que oír al dependiente, un larguirucho marisabidillo que mostraba una expresión de auto confianza cuando me aseguraba que esas zapatillas me devolverían las ganas de hacer deporte. Llegado el momento, sin dubitación ni flojera, salí de la cama, vestí y bajé.

El ambiente nocturno era hostil e inesperado. Vacío humano, niebla, relente…Aquello parecía el barrio de Whitechapel en épocas de Jack el Destripador. Mientras pensaba en lo raro de la situación y salía de mi calle a regañadientes preparándome para iniciar mi carrera, una ráfaga de viento me despeinó el flequillo. Había sido un deportista fornido y semidesnudo que había pasado raudo rozándome y ahora se alejaba de mí. Pensé que era un desgraciado por llevar semejante ritmo de carrera, y que jamás sería su sombra. Pero probablemente había pasado por delante de mi con cierta soberbia, lo más seguro es que ese tío fuera de esa clase narcisista que se detiene tres horas diarias a contemplar sus músculos. Puede ser que me estuviera poseyendo una especie de envidia y de impotencia. Me chiné a tope, me cabreé y eché a corer como galgo veloz.

Guiada por la furia del tipo “De mí no se ríe ni Dios”, me propuse como objetivo alcanzarle y pasarle, pero cuando llevas mucho tiempo sin hacer deporte y te das una paliza el primer día, suele ocurrir que echas el corazón por la boca a los cincuenta metros de sprint. Y al día siguiente tienes tantas agujetas que no te puedas mover de la cama. Y después de todo eso, tomas la decisión equívoca de que eso del deporte definitivamente no es para ti. Es una especie de excusa que todos nos ponemos, porque en el fondo sabemos que a nadie le viene mal hacer ejercicio, está más que comprobado.

Intentando ponerme a su altura, me crucé con dos señoras que salían a andar a esas horas; una de ellas se presionaba el costado con la mano con gesto de dolor. Eso era porque de todo lo que rajaban, le estaba dando flato. Como es lógico, se dieron la vuelta cuando pasé por delante, y seguro que algún comentario hicieron. Al avanzar unos metros me topé con un adolescente que venía hacia mí subido en una bici tipo bicicross haciendo florituras y por poco se parte la crisma y de paso me lleva a mí por delante. Se debió dar cuenta de que estaba haciendo el capullo y me pidió perdón y todo.

Aquello parecía una carrera de obstáculos contra mi concentración y mi objetivo, pero a cada paso que daba podía ver a ese mamarracho engreído más cerca. Que pudiera haber tres grados de temperatura y él iba con unos rockys de nylon de exhibicionista y una camiseta de algodón de manga corta. Mi respiración empezaba a resultar asmática y me dolía el pecho. El corazón me latía tan fuerte que se quejaba por medio de náuseas. Notaba los músculos de mi cuerpo contraídos y sufrientes. Tenía la cabeza tan caliente y vibrante como fiebrosa. Ni mentalmente podía plantearme aguantar una zancada más, así que empleé mis escasas energías en gritar con violencia: “¡¡Hey tú!!”. Obviamente el corredor nato se paró en seco y dio la vuelta sorprendido. No se me ocurrió otra cosa que contarle el cuento de la halterofilia.

Cuando tenía trece años, obsesionada con el asombroso desarrollo de las fibras y los músculos de mis hermanos, y viendo que yo por ser chica no iba a ensanchar tanto, cogía sus pesas a escondidas y hacía ejercicios, hasta que un día mis padres me pillaron. Me dijeron que si hacía pesas a esa edad dejaría de crecer. A mi no me importó, así que directamente me apunté a halterofilia. Y me fue muy bien, pero lo tuve que dejar a cierta edad por incompatibilidad de horarios, como las artes marciales y demás cosas.
El corredor nato, perplejo, reconoció que algo de soberbia sí que tenía en sus maneras porque era consciente de su brillantez deportiva y de que tenía la resistencia muy trabajada. Me pidió disculpas y me prometió que se iba a portar bien con los débiles, y al término de nuestra conversación, yo, fatigada sumamente después de la narración de mi historia, no pude hacer otra cosa que ahogar una tos y escupir un hilito de sangre sin poder evitar que de mi boca se escapara hasta el suelo mi corazón envuelto en una sangre muy oscura y espesa.