Tuesday, August 28, 2007

LO NATURAL

La perspectiva es un concepto jodido.

La empatía es un valor positivo, pero hay situaciones en las que cuanto más hace el otro por ponerse en tu lugar, peor es. De repente empiezas a ver al otro como un listillo que se cree que lo sabe todo sobre ti y sobre cómo son las cosas, ese rollo de: “Esto a mí me ha pasado”, y te empiezas a chinar pensando que no sólo no lo sabe todo, sino que de hecho el otro no tiene ni idea.

Un ejemplo claro de esta tendencia a la empatía, es la mudanza que experimenté con mis padres el mes pasado. Todo el mundo ha pasado por una mudanza en su vida a estas alturas, pero me voy a enfadar como alguien me diga que eso ya le ha pasado o que es lo más normal del mundo. Cualquier traslado es difícil, todo se confronta: el atrape ventricular que produce el abandono de un espacio al que tienes aprecio y el miedo a la novedad del nuevo lugar que se va a ocupar. Para mí las mudanzas nunca han sido un motivo de alegría. Cuando dejé la casa de mis padres fue un paso que di por seguir el patrón de cualquier joven que ronda mis años, o porque mis siete hermanos lo habían hecho y había llegado mi turno, pero en ningún caso fue una necesidad; me llevo muy bien con mis padres y con ellos he vivido una vida distendida, casi sin horarios ni obligaciones, así que más bien me provocó una desorientación ambiental que aún hoy sigo pagando. Mi casa está a cinco minutos en coche de casa de mis padres, pero ese espacio que guarda sólo mis cosas y el hecho de vivir sola me aturde. No es nada fácil para mí.

Poco después de irme de casa de mis padres, ellos también se mudaron. Era un piso de muchas habitaciones que mi padre compró previsiblemente porque mi madre era muy fértil. El caso es que aquel lugar se les quedó muy grande y se fueron a un apartamento en el mismo barrio. Ramón, Mamen y yo fuimos los únicos que les ayudamos con la mudanza, los demás “estaban ocupados”. Mi madre, desbordada con la tarea, no hacía más que repetir con resignación “¡Cría cuervos y te sacarán los ojos!”.

En esos momentos, por lo menos en mi caso, uno se siente sobrecogido y se resiste a despedirse de ciertos recuerdos para siempre, como ciertas cenas en el salón, cuando nos dimos cuenta de que el humor de la novia de Antonio era incompatible con el nuestro, o cuando mi hermano Dani dijo que se metía a cura en una comida navideña. El cuarto de mis padres, en el que pillamos a Ramón y Mamen en la cama, el baño donde tuve mi primera ataque de catatonia transitoria o mi cuarto donde primero jugué y después estudié con chicos.

La desagradable situación se repitió con la casa de la playa el mes pasado. Era una casa enorme en la que nos reuníamos todos cada verano, una forma de volver a la época en la que los ocho hermanos vivíamos bajo el mismo techo, pero ocurrió lo inevitable: cada año mis hermanos se dispersaban más, entre uno que es cura, el otro que trabaja mucho, el otro que es solitario, el otro que prefiere la montaña, etc., hacían planes aparte y han dejado de ir progresivamente, así que mis padres se plantearon comprar una casa más pequeña.

Esta vez una empresa de mudanzas ayudó a mis padres con lo más importante y yo fui más tarde porque estaba ocupada, pero no ocupada como mis hermanos. En este caso, mi madre, rozando ya la indignación, repetía: “¡Tus hermanos cómo son! Mucho te quiero perrito, pero pan poquito”. Todo salió mal. Muchos adornos indios de mi madre se perdieron, al mover cajas el suelo se rayó y los cristales de las ventanas se rompieron con los golpes del viento. A mí se me hizo un nudo en la garganta porque echaba de menos el jardín y la piscina. Mis padres, al verme seriamente afectada por la mala suerte, decidieron llevarme a cenar a un restaurante que estaba cerca de donde vivíamos antes. Y pasamos por allí delante. Me fijé en que los nuevos dueños habían quitado las cortinas estampadas que mi madre tenía en el salón y me pareció fatal aunque ahora esas cortinas estuvieran en mi nueva casa. La persiana de la cocina estaba bajada. Se adivinaba gente dentro del salón. A mi juicio la casa estaba más fea ahora que ellos vivían ahí, pero seguramente era una pataleta, sin embargo sentí unas ganas de correr hacia ella, entrar, y que todo fuera como antes.

Que alguien se atreva a decirme ahora que este sentimiento es universal.

Lo natural es desconfiar
Lo natural es que salga mal
Una tuerca poco ajustada
Será un desastre a gran escala