CATATONIA ATESTIGUADA
La cantidad de perfume que dejaba esa mujer en el ambiente a su paso, era directamente proporcional a la cantidad de colorete que llevaban sus mejillas; un color entre burdeos y rosado que destacaba en su piel apresuradamente bronceada. Venía de las Maldivas y había parado a cenar al mismo restaurante que mis padres, parte de mis hermanos y yo. Estábamos en Milán de vacaciones, en el verano del ochenta y seis.
Aquella señora entró al restaurante, pasó por delante de mí y se sentó en una mesa situada en diagonal a la nuestra. Iba vestida como una chavala, con vaqueros y camiseta blanca, y el pelo, a media melena, rojizo y suelto. Estaba con su marido y su hija. Desde mi posición yo sólo le podía ver un cuarto de la cara. Aquella mujer rozaba la perfección plástica. Era mi segundo ataque de catatonia transitoria. Me quedé mirándola embobada, y me pasé parte del postre y los cafés sin quitarle ojo.
Mi familia estaba demasiado concentrada en volverse loca con el vaiven de gente adinerada que paraba por aquel restaurante. Era la época dorada de Gaultier y sólo se veían mujeres con lo que hoy creemos maquillajes exagerados por los colores estridentes; melenas rubias con cortes imitando el de Lady Di, enjoyadas y vestidas con trajes de tipo Chanel a lo Nancy Reagan y subidas sobre tacones de aguja, marcando su condición de ejecutivas. Otras mujeres, más desenfadadas iban con blusas con hombreras de jugador de rugby, cinturas marcadas y cadenas de oro por cinturón. Recuerdo nítidamente a cada mujer que pasó por delante de mí, los colores y las prendas con las que iban vestidas como si fuera ayer, pero sus pasos se ralentizaban, su pelo se movía apelmazado, y el sonido de las voces de la gente de aquel restaurante, se me hacía lento y pesado, como si estuviera sumergida en una piscina.
Yo no era capaz de mostrar ningún sentimiento o juicio hacia esas mujeres que desfilaban por delante de nosotros, ni siquiera hacia la primera que vi, que me dejó fascinada con su sencillez y su belleza inusual, todo ello porque me estaba dando mi segundo ataque de catatonia transitoria. Desde fuera parecía estar tan tensa como el señor Ruiz Gallardón en las fotos de su campaña electoral, pero eso a mi familia le daba igual, ellos estaban embobados con el panorama como Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”.
Y como si ya estuviera harta de la indiferencia, mi cuerpo decidió soliviantarse y me dio un discreto ataque de tristeza, desperté y me puse a llorar. Pero como es muy frecuente que los niños de ocho años lloren, ese pequeño incidente pasó sin pena no gloria por aquel lugar; ni hubo un silencio sepulcral, ni saltó ningún comensal ofreciéndose a ayudar porque era médico, ni nos hicieron un corro, ni hubo persona que preguntara por mi estado preocupada, ni vino ningún camarero ofreciendo un vaso de agua, un trozo de tarta o una ambulancia. Ese ambiente cinematográfico prometía un desarrollo melodramático y un desenlace feliz porque no olvidemos que mi salud estaba en juego, pero allí cada uno siguió a lo suyo y mis padres decidieron llevarme al hotel a ver si me tranquilizaba.
Poco antes de irme, la mujer de las mejillas agresivas y el rastro de perfume caro, abandonó la mesa y por primera vez la vi de frente. Ella me miró y con gesto maternal me sonrió abriendo la boca y de pronto tenía los dientes demasiado grandes, picudos y más separados de la cuenta, que unido a unos ojos felinos y claros dentro de rostro redondo, la piel demasiado bronceada…Agh!, esa tía se parecía a un personaje de una película que había visto hacía poco.
Aquella señora entró al restaurante, pasó por delante de mí y se sentó en una mesa situada en diagonal a la nuestra. Iba vestida como una chavala, con vaqueros y camiseta blanca, y el pelo, a media melena, rojizo y suelto. Estaba con su marido y su hija. Desde mi posición yo sólo le podía ver un cuarto de la cara. Aquella mujer rozaba la perfección plástica. Era mi segundo ataque de catatonia transitoria. Me quedé mirándola embobada, y me pasé parte del postre y los cafés sin quitarle ojo.
Mi familia estaba demasiado concentrada en volverse loca con el vaiven de gente adinerada que paraba por aquel restaurante. Era la época dorada de Gaultier y sólo se veían mujeres con lo que hoy creemos maquillajes exagerados por los colores estridentes; melenas rubias con cortes imitando el de Lady Di, enjoyadas y vestidas con trajes de tipo Chanel a lo Nancy Reagan y subidas sobre tacones de aguja, marcando su condición de ejecutivas. Otras mujeres, más desenfadadas iban con blusas con hombreras de jugador de rugby, cinturas marcadas y cadenas de oro por cinturón. Recuerdo nítidamente a cada mujer que pasó por delante de mí, los colores y las prendas con las que iban vestidas como si fuera ayer, pero sus pasos se ralentizaban, su pelo se movía apelmazado, y el sonido de las voces de la gente de aquel restaurante, se me hacía lento y pesado, como si estuviera sumergida en una piscina.
Yo no era capaz de mostrar ningún sentimiento o juicio hacia esas mujeres que desfilaban por delante de nosotros, ni siquiera hacia la primera que vi, que me dejó fascinada con su sencillez y su belleza inusual, todo ello porque me estaba dando mi segundo ataque de catatonia transitoria. Desde fuera parecía estar tan tensa como el señor Ruiz Gallardón en las fotos de su campaña electoral, pero eso a mi familia le daba igual, ellos estaban embobados con el panorama como Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”.
Y como si ya estuviera harta de la indiferencia, mi cuerpo decidió soliviantarse y me dio un discreto ataque de tristeza, desperté y me puse a llorar. Pero como es muy frecuente que los niños de ocho años lloren, ese pequeño incidente pasó sin pena no gloria por aquel lugar; ni hubo un silencio sepulcral, ni saltó ningún comensal ofreciéndose a ayudar porque era médico, ni nos hicieron un corro, ni hubo persona que preguntara por mi estado preocupada, ni vino ningún camarero ofreciendo un vaso de agua, un trozo de tarta o una ambulancia. Ese ambiente cinematográfico prometía un desarrollo melodramático y un desenlace feliz porque no olvidemos que mi salud estaba en juego, pero allí cada uno siguió a lo suyo y mis padres decidieron llevarme al hotel a ver si me tranquilizaba.
Poco antes de irme, la mujer de las mejillas agresivas y el rastro de perfume caro, abandonó la mesa y por primera vez la vi de frente. Ella me miró y con gesto maternal me sonrió abriendo la boca y de pronto tenía los dientes demasiado grandes, picudos y más separados de la cuenta, que unido a unos ojos felinos y claros dentro de rostro redondo, la piel demasiado bronceada…Agh!, esa tía se parecía a un personaje de una película que había visto hacía poco.
2 Comments:
jajaja
Agh!
Post a Comment
<< Home